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lunes, 21 de diciembre de 2009

LOS OJOS DE ANDREA


El cuerpo podrido de Andrea lo miraba como diciendo y vos qué, como si se hubiera muerto ella solita, como si hubiera elegido caerse ahí a esperar que el sol y el tiempo le blanquearan los huesos. Lo miraba desde la cama del hotel, desnuda y perdida en uno de esos recuerdos vagabundos que plagan la memoria, con esos ojos despiertos e inocentes. Lo miraba desde el auto antes de bajarse y caminar la cuadra que faltaba hasta su casa, desde el ómnibus, desde alguna ventana con los brazos apoyados en un marco que hoy no alcanzaba a identificar. Pobre Andrea. Estaba tan cerca que podía distinguir un gusanito de otro y algunos insecto de los que pululaban entre las cuencas, y había ciertas zonas que resaltaban con el blanco apagado de la calavera, especialmente una de las mejillas. Su atención estaba clavada en la cabeza de Andrea, no le interesaba el resto, otra vez las cuencas vacías se habían llenado de un verde que lo miraban asustados, la carita de Andrea rojiza por el esfuerzo de gritar tras la cinta adhesiva, todo inútil, estaban solos. Andrea sentada en la silla, desnutriéndose poco a poco, él la veía enflaquecer día a día. Al final ya no quiso gritar, ya no hablaba emes, solo lo miraba asustada y confusa cada vez que él hacía crujir la puerta al volver de trabajar. La llevaba al baño, otro vagabundo, Andrea sentada en el water con las manos atadas en la espalda, él la limpiaba y cada tanto la dejaba acostarse para que descansara de la postura en la silla, Andrea durmiéndose instantáneamente al tocar apenas la cama, sin importarle nada de afuera, solo cerrar los ojos y morir de una vez o no despertar, pensaba él. Ahí era cuando más le gustaba mirarla, acercarse despacio y ver hasta las gotas de sudor en la frente, los orificios nasales siempre buscando más, desesperados, dilatándose y contrayéndose. A él le gustaba mirarla así, del todo indefensa, porque cuando estaba despierta eran los ojos de Andrea, era el miedo, esa cosa que le agarraba el hombro antes de acercársele, como un tirón del que uno se zafa con un sacudón.
Y otra vez la miraba de cerca, con esa mosca verde y azul revoloteándole en la frente, pensó que buscando donde poner sus huevos. El cuello de Andrea estaba cerca, ahí, casi intacto a no ser por ese color tan delicado y nítido hasta la náusea que tiene la descomposición, uno de esos colores que uno ve y siente la verdad de inmediato, sabe que no hay remedio. El cuello estaba casi intacto pero se había resecado y eso había producido grietas marrones y negras que lo surcaban en algunas partes, y también estaba esa otra, casi perfecta pensó, una línea negra, la primera que se atrevió en aquel cuello virgen, que lo recorría de mitad a mitad, como un piolín atado al cuello, ennegrecido de muerte. Los ojos de Andrea estaban cerrados, enrojecidos de sal, estaban cerrados y ella indefensa, era suya por completo. Se acercó como otras tantas veces y la miró despacio un segundo antes de estirar la doble tanza. Andrea se removió inquieta, como presintiendo la sombra delgada que se iba haciendo cada vez más nítida contra su cuello, la sombra que se materializó en algo que de pronto la ahogaba y cortaba con dolor, abrió los ojos pero ya era tarde, ya no la podían defender, era la cuchilla en plena caída, un frenesí de espuma blanca que escupe sus últimas fuerzas y luego la quietud, el silencio. El cuerpo de Andrea que lo mira desde la cama, esa cosa que de golpe lo vacía, lo deja frío en el suelo y lo empuja con un salto que termina vomitándose al water donde flota y lo salpica el último orín de Andrea.
Un mechón de pelo ha quedado afuera, sobresale y roza el paragolpes pero solo lo nota al cerrar el portaequipajes, es de noche y no tiene ganas de enfrentarse otra vez a la náusea blanca, ese vacío que siente que lo mira por detrás del metal, que lo mira ahora desde ese mechón que se mueve apenas con la brisa.
El descampado quedaba lejos pero al fin llega, le ha parecido ver unos focos a lo lejos mientras iba en la ruta pero no está seguro, solo quiere terminar con eso. La portezuela y el mechón otra vez, el cuerpo está duro y es difícil moverlo, rigor mortis piensa, al final la tira unos metros más allá y sale corriendo, sudando, el auto da una patinada y deja una nube de tierra en el aire.
Tiene un mechón que le queda mal, piensa, tendría que colgárselo detrás de la oreja. No sabe cuanto hace que la mira ni por qué está tan cerca. Tiene el pelo más largo, piensa. Algo grande asoma de entre los labios deformes y sin color, una araña que se aleja majestuosamente cuerpo abajo, no sabe por qué no sintió miedo o asco de la araña. Y ese mechó que le queda feo, piensa, y mueve la mano, y una mano carcomida, llena de hormigas, se levanta ante sus ojos, y la mano sigue hacia el mechón mal colocado y en el camino aparece otra mano que viene, que se superpone a la que va, y de golpe nota que reconoce esa mano, la que va, es de él, se asusta y la mano que viene se agranda contra su cara, la siente apretarle el cuello. Otra vez el mismo vacío, el mismo salto que no termina en el water, que al final cae y se ahoga en la misma cama donde se murió Andrea, porque la mano no alfojó, como tampoco aflojó la tanza. Mas tarde puede ver como la mano que va cierra la portezuela del portaequipajes y lo abre horas después para sacarlo, tieso, y lo lanza contra un bulto que hay en el suelo, una mujer, Andrea, que lo mira con la primera luz del alba tocando el descampado

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